Alegría cultural

El pasado invierno llegaron vecinos nuevos al piso de arriba. Vivimos en unos apartamentos distribuidos en pequeñas torres y eso nos da mayor sensación de libertad. Nosotros, desde el bajo, gozamos de mucha luz natural, vemos los algarrobos del campo y disfrutamos de nuestro patio con más o menos intimidad.

Desde hace unos meses, el piso de arriba lo habita una familia marroquí y esto nos está dando la oportunidad de conocer nuevas maneras de vivir y de hacer. Del choque cultural, lo que más me llama la atención es que son verdaderamente disfrutones, mucho más que nosotros, cantan y bailan en familia casi casi a diario. Las mujeres cantan y palmean animando a los niños a bailar con ellos. A pesar de este jolgorio no son desconsiderados y al rozar horas intempestivas cesan los cantos, las palmas, las risas y la música. Así que por el momento no nos molesta este asunto, la verdad.

Como nunca he visitado un país árabe ni he mantenido una relación muy estrecha tampoco aquí, desconocía su cultura y manera de hacer en el día a día, de modo que esos ratitos que sacan para cantarle y bailarle a la vida en familia me han llamado la atención y reconozco que me gusta, me contagio un poco de esa espontaneidad y tomo prestada su alegría. Vivimos todos muy modestamente y, sin embargo, ellos sacan estos momentos por la simple alegría de seguir vivos.

Me gusta que la musiquilla rítmica se cuele entre las cortinas de mi dormitorio y, cómo no conozco esos paisajes de manera real, me conformo con que nos transporte a cualquier terraza del Albaicín de Granada, al atardecer, admirando la Alhambra y el entresijo de calles con un té de hierbabuena en la mano. Es la manera que tenemos la Cerecita y yo de participar en su fiesta desde la distancia, mientras ella mama.