Me he adaptado sorprendentemente bien a volver a trabajar, a
los horarios, a desarrollar y aprender nuevas tareas en un área completamente desconocida
para mí. No me va mal, no puedo ni deseo quejarme. El trabajo, en nuestra
situación, es muy bienvenido. Pero me siento vibrar a una frecuencia diferente,
imperceptible a menudo por los demás, que tratan de ofrecer palabras y opciones
que me llevan a pensar que, o bien no escuchan o comprenden lo que expreso, o
bien éstas forman parte de la inercia condicionada que nos lleva a actuar de
determinada manera ante situaciones puntuales.
Entonces tiro de la cuerda tejida con tanto cariño durante
los 28 meses en los que estuvimos juntas. La mantengo cerca de mí, para no
perderla aunque sea imposible, dejo que me enrede cual serpiente, sin devorarme
ni asfixiarme jamás. Confío en ella porque confío en la base que representa,
porque encuentro a mi hija feliz y a gusto en los cambios, porque
sustancialmente, al menos de momento, nada parece desestabilizarse.
Pero no todo depende de nosotras y por momentos siento como
si mirara hacia otro lado… aunque no sea así. Debo asumir que hay cosas que continúan
escapando a mi control y ahora debo sumarle la distancia física, la falta de mis
ojos y manos y, ante todo, comprender que la guía y el sostén recaen también en
otras figuras. Y no todas las situaciones son fáciles ni mucho menos se ajustan
a la infancia.
Se tiende a asimilar y formalizar que muchas de estas
situaciones, por comunes, son normales. Tal deberíamos revisar los patrones que
manejamos como referencia en tantos aspectos… No encuentro normal que los niños
deban ir de aquí para allá haciendo peripecias entre familiares, cuando los
haya y se presten a ello, o bien pasen
de centro de centro según la estación. Pero no hablo sólo del aspecto práctico
y físico, sino de lo que emocionalmente esta serie de trastornos en las rutinas
provoca en padres e hijos.
No me pesa trabajar, no. Y agradezco la ayuda de corazón,
puesto que alcanzaríamos el caos absoluto de no poder contar con ella. Lo que
me pesa es no poder dotar a mi hija del espacio o ambiente deseado durante mi
ausencia. “Hay que amoldarse, así son las cosas”, lo sé. Pero esto no justifica
que la base sea un auténtico desastre y que no se contemplen multitud de
aspectos que podrían reforzar las relaciones familiares y, por ende, las
personales.
Hay días en los que me alcanza la noche cubierta de paños
fríos que yo misma voy aplicándome. Hay momentos en los que me siento pequeña
ante la incomprensión. Sé que estoy agotada física y emocionalmente por mis
propias vivencias personales, al margen de la conciliación y que esto me hace reforzar una coraza que tarde o temprano comenzará a agrietarse.
Antes, hace unos
años, cuando esta sensación se empeñaba en acompañarme gran parte del camino, recuerdo
que me abrigaba en un pecho querido y dejaba que se fuera alejando, al son de
otra respiración y al resguardo de otras manos…
Ahora me doy cuenta de que me cuesta encontrar ese pecho y
de que me falta tiempo para ello. Habrá que seguir reforzando, porque
no pienso mirar hacia otro lado.