Conversando ayer con una amiga, Carol preciosa, acabamos
perfilando una realidad que de un modo u otro nos aborda con la maternidad. Es
un aspecto que nos ronda y que, en determinados momentos, dejamos traslucir, con
sinceridad y sin reservas, cuando nos sentimos arropadas y verdaderamente
escuchadas para ello, en el mejor de los casos. Se trata de las propias quejas ante
momentos puntuales que se viven con nuestros hijos.
En principio, que una madre pueda dejar entrever o insinuar que
en ocasiones se encuentra cargada, sobrepasada e incluso incómoda por algún
aspecto relacionado con sus hijos, suele ser automáticamente catalogado como un
rechazo a los propios niños. Un ataque al corazón, tal vez sin pretenderlo. Con
frecuencia la primera respuesta que podemos recibir suele encontrarse más cerca
de un reproche o una pequeña lección que de una verdadera escucha. Respuestas
que, a veces, entran demasiado en materia “Eso pasa por… si hicieras …. verías como
no pasaba” “Dale un biberón” “Déjala que llore” "Ya aprenderá" etc.
Cuando una madre expresa en voz alta una queja en referencia
a alguno de estos aspectos no está saturada por lo que hace, no está
maldiciendo esa elección ni rehuyendo de ese cuidado hacia sus hijos. Está,
sencillamente, sobrepasada por la situación que se da. No necesita consejos
milagrosos para que las cosas cambien, porque ella ya sabe que no siempre son
así o no siempre la cogen con poca energía, física o mental. No. Lo que esa
mujer precisa es sentirse escuchada, valorada por lo que hace, sostenida. Y
estos comentarios fuera de lugar no hacen más que ahondar el pozo de
incomprensión que ella puede encontrar alrededor, aunque no tambaleen sus
decisiones, sí harán que ella se repliegue hacia adentro, deje de expresarse,
deje de buscar cobijo en quién consideraba podía encontrarlo. En definitiva,
ahonden su soledad.
Porque la maternidad también trae momentos difíciles, y una
es madre, pero también es mujer, persona, con sus propias emociones, altibajos
y energía cíclica, que a veces va hacia dentro y otras hacia fuera y esto debe
ajustarse, engranarse, con otras energías y actividades, resultando a veces una
melodía armonizada y, otras, una explosión. Creo que no digo nada extraño si
afirmo que todas nos hemos podido sentir así en algún momento, con motivos de más o menos peso, a veces simplemente por cosas cotidianas. A mí me ocurre a
veces, por poner un ejemplo de los más sencillos, cuando no consigo sacar unos
minutos para dedicarme, o cuando atravesamos una etapa de gran demanda al pecho
y los pezones se vuelven especialmente sensibles para esos deditos que
sintonizan sin cesar, cuando el suelo entero es un campo de batalla y apenas
se mantiene algo despejado medio segundo o cuando no sé bien cómo gestionar sus reacciones. Son muchas las situaciones que se pueden dar con
cierta frecuencia, y habrá días que no nos sobrepasen ni carguen, que
podamos prescindir de esos instantes de silencio, que no nos importe esquivar o
recoger continuamente cosas del suelo ni oírlas caer, o que los pechos o la demanda continua resulte agradable, etc. Pero habrá, y hay, otros momentos en que al final del día, o en mitad
de la noche, necesito expresar cómo me siento, dejar salir ese aspecto concreto
en ese momento concreto. Ni siquiera deseo ayuda, ni que deje de suceder o
cambie, sólo deseo que alguien me acompañe en ello, que me abrace, sentirme
valiosa en ese bache emocional que en realidad estoy atravesando. Un simple gesto
cercano para sobrellevarlo en la calma.
Recuerdo cómo Laura Gutman hablaba de las peticiones
desplazadas, cuando en lugar de expresar lo que realmente necesitas o deseas
demandas otras cosas y lo importante que es tomar la responsabilidad de pedir
sencillamente lo que queremos, partiendo del yo, y relegando el tú o, concretamente, el “tú no” en forma de reproche.
Es cierto que es muy válido y, si se pone en práctica o se
tiene en mente, ayuda a manejar muchas emociones que finalmente nos conducen nuestros actos. Pero también pienso que estas situaciones de las que hablo,
están revestidas de gran fuerza femenina, en la que dejamos salir nuestras
emociones al darles forma con las palabras y, no siempre es fácil, porque
surgen como suspiros, en momentos que nuestro cansancio, nervios, malestar o
desconcierto es grande y no siempre me siento capacitada para dialogar desde el
yo en esos instantes. Porque sin duda deseo un tú, encontrarme con otra
intuición, el gesto ajeno que sostiene sin pedirlo, que lee entre líneas mis
necesidades y me acompaña, sin bromas, sin ironías ni palabras precipitadas.
El acercamiento oportuno para sentirme querida mientras afronto la situación a
mi manera, con otro calor por dentro. A veces puede venir de nuestro compañero,
de una amiga, de nuestras madres o incluso, de nosotras mismas, si somos
capaces de escucharnos un breve instante.
Aunque en el momento no encontremos quién nos arrope
o a quién mirar, es importante saberte parte de algún círculo humano, que al igual que tú, sienten y actúan según sus propias circunstancias
y poder llamarlas, aunque sea con el pensamiento. Es reconfortante y sanador.
Tanto, como alejarnos de aquello que nos cuestiona en momentos frágiles. Me viene
a la mente algo de lo que ya habló precisamente Carol hace un tiempo, de la
gran ayuda que supone contar con un grupo de mujeres que nos haga hueco,
encontrar una tribu. Y esto es importante porque lejos de poner distancia nos
acerca a nuestras debilidades y a reconocernos en las situaciones ajenas.
Creando vínculo y mimando a nuestra niña interior para poder continuar creyendo
en nuestros propios recursos y esencia.
Estoy convencida de que esto nos beneficia en muchos aspectos, porque la tensión sostenida también la respiran nuestros hijos y
tanto como podemos precisar nosotras comprensión y aceptación, ellos son
igualmente dignos de ello, sepan hablarnos o no, y precisamente al percibirlos
en un momento difícil quizá estén tratando de hacernos llegar estos mismos
sentimientos, su fragilidad.
El círculo se puede extender también a ellos.
![]() |
Ilustración de Kelly Vivanco |