Durante más de siete días he estado abrazada a la niña que
fui. Más de siete días con sus más de siete noches. Más de siete noches sin
luna.
Durante todas estas horas he sentido de nuevo el desamparo
al que ahora sé ponerle nombre, desamparo que entonces admirablemente aquella
niña transformó en aire, en vapor, que voló y, al volar, dejó de existir la
razón de ese dolor en su mente. Aunque no logró arrancarlo por completo sí
quedó pululando en algún lugar sin gravedad, porque aún sin poder reconstruir
los hechos (siquiera que sirviera de algo), la verdad es que un rescoldo en sus
entrañas le escuece.
Crezco, avanza la vida y algunas relaciones evolucionan,
algunos caminos se entrelazan para ensancharse con flores cultivadas con muchas
manos. Y otros, otros perecen, se pierden, se embrutecen y finalmente sólo
puedes recorrerlos en sentido inverso, saltando ramas y esquivando espinas, tal
vez no tanto porque existan o existieran sino porque es así como lo recuerdas. Entiendo
por ello que se diga que hay que dejar el pasado en su lugar, allá a lo lejos, porque
emprender el camino desde el lodo, ya de entrada me resulta duro y siento
pereza desde mi sillón de adulta, donde el pasado no se recupera y el futuro tan
sólo es un escaparate que me aguarda.
Pero esa niña que llevo dentro, se asoma de pronto por
detrás del sillón y me pide en silencio que la acompañe mientras me tiende la
mano. Sé que puedo esquivar su mirada, que puedo incluso atravesarla y nadie lo
notará ni me lo tendrá en cuenta, ni tan sólo ella. Pero algo ha cambiado en mí
y he decidido asomarme a sus ojos pequeños, sabiendo que me conducían a la
laguna de mi soledad.
El desconcierto inicial me llevó a tratar de calmarla, hasta
que comprendí que su rabia necesitaba estallar, que era preciso dar salida a
ese desconcierto acunado en secreto durante tantos años, que aunque lo maquilló
de indiferencia, había llegado el momento de clamar a los cuatro vientos que
fue duro y que aun comprendiéndolo, no le pasó desapercibido. Caí entonces en
que tan sólo necesitaba que alguien la escuchara por ello, sin juzgarla, sin
pedirle explicaciones, sin sentir compasión ni hacerla sentir víctima o culpable.
Supe que sólo a los ojos de la mujer en la se convirtió sería capaz de hablar
alto. Para bien o para mal.
Tras el estallido inicial traté de abrazarla, abrazarme,
para no sentirnos solas. La una cobijando, la otra recibiendo. Me acerqué para
hablarle con franqueza sobre cómo afrontar la situación que la había empujado a
abandonar la parte trasera del sillón. Traté de entregarle la calma de la
experiencia adquirida con los años para acariciar su herida y, a su vez, ella
permitió que llorase hacia adentro la ironía de los ramales que conducen a un
mismo pozo, muchos años después. Sé que comprendió que mi determinación a día
de hoy era protegerla, protegerme, y que nuestra integridad iba a estar por
encima de muchos matices dañinos que parecen acariciarnos desde el hostil mundo
de competencia actual. Sólo cuando di el paso de firme de comprometerme con
ella (y conmigo) en el presente, comenzó a calmar su cantar, se sosegó nuestra
alma y fue difuminándose dulcemente hasta cobijarse en su rincón.
Durante más de siete lunas, he sentido como mi cuerpo se
rendía ante los nervios y la imposibilidad de salir a flote con todo. He
sentido como cedió sus defensas para acunar, a su vez, a la niña de carne y
hueso que es mi hija y vive pegada a mis pechos y mis brazos desde su cuerpo pequeño
y su mente ágil. Finalmente la enfermedad me ha inundado, dudo aún si aprovechó
que mi cuerpo y mi alma se encontraban abiertos en canal para inundarme o si me
refugié en ella para acabar de entregarme a la oscuridad. Sea como sea, siento
que ha sido un gran viaje, por lo intenso, en el que finalmente el rojo de mi
cuerpo decidió también abrirse paso para sangrar a la vez desde las cenizas. Un
periodo completo de conexión con la esencia, de recogimiento, en el que mantener el ritmo de vida estipulado y
cordial me resultaba ofensivo y burdo.
Ya han cesado los tambores. Sé que se ha cultivado en mí una
nueva fuerza en forma de consciencia. Que tal vez lleve un nuevo paso,
desintoxicado, firme, como de Ave Fénix.