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lunes, 23 de enero de 2012

Un día cualquiera

Despertó al ritmo su corazón, era animal diurno y éste le latía más fuerte y más deprisa apenas despuntaban los primeros rayos de sol. Como cada mañana al despertar, acercó su rostro al de su hija dormida y apoyó su nariz con la de ella, con suma delicadeza, recogiendo ese cuerpo menudo con sus propias rodillas para abrazarla por completo. Permaneció unos minutos así y se volteó en la cama hacia el lado de su compañero, aún templado. Fue entonces cuando se percató de que la gata las acompañaba sobre el edredón. Dejó escapar una sonrisa gesticulando con la cabeza de un lado a otro y decidió disimular para dejarla disfrutar de ese instante. Realmente hacía frío fuera de la estancia.

Se puso en pie sin más demora, nunca le costó levantarse, y saludó al nuevo día. Un café, dos tostadas, una canción diferente para cada mañana. Agua fría en la cara, sabor a menta en la boca, la línea negra en los ojos ligeramente perfilada, la cola de caballo acariciándole la espalda. Camiseta de cuello alto color plata, jersey gris con rayas granas, los vaqueros azules de tantos años y deportivas negras. Antes de despertar a su hija aún le sobraban 2 minutos para mirarse a los ojos en el espejo y sonreír.

Comienza el remolino en casa, rutina de entrar y salir. Adiós tesoro.

Silencio mudo en plena calle, de nuevo a solas consigo misma. Era el momento más delicado del día. Respira hondo varias veces antes de arrancar, traga saliva de emociones, enciende la radio y levanta el rostro decidida como cada mañana. Sin embargo, hoy necesita abrir un poco la ventana para dejar escapar las inseguridades. Reanuda la marcha.

Dos horas, muchos intentos. Le pesan las piernas, la carpeta, la autoestima. No se siente ya tan capaz. Se encuentra mayor para esto, demasiado preparada para ciertas cosas, demasiado poco para otras. Se mira de reojo en algún escaparate a traición, reconoce ese peso invisible en sus hombros. Se resigna. Otro día en balde.

Regresa al coche y se deja caer sobre el volante subiendo el volumen de la radio. Cierra los ojos, necesita digerir esa tristeza. Tras lamerse las heridas descubre que tal vez no esté tan rota y se agarra a ese ápice de luz verde en su cabeza. Atrapa esa sensación en el pañuelo del alma para ir a reencontrarse con su hija. Para besarse y abrazarse, para ver los peces juntas y cantar alguna canción que les haga reír. Para nutrirse unos instantes, siempre en el mismo banco bajo el árbol, cuando al pasar junto a él su hija exclama: “Mamá teta”.

Entran en casa, la niña corre tras la gata. Se encuentra con la mirada atenta de su compañero, sobran las palabras. Se acerca a ella y la abraza, acierta a susurrarle palabras de ánimo. Miran a la niña y se sonríen.
Pasan las horas y la cabeza le bulle, incesante… ideas, proyectos, peces que aletean buscando caminos. Se siente extrañamente ilimitada dentro de tanta limitación. Se siente capaz en su mente.  Como una revelación, aprecia un día más que, en realidad, esto que les sucede es un regalo, que nunca antes había sido tan consciente de sí misma, que nunca antes había estado tan en contacto con la realidad de su ser y que, a pesar de su soledad, estos duros momentos supondrán tan sólo un pasaje en su vida y le están dejando tanto…

Y así, mecida por sí misma, se convence de que debe haber una valiosa oportunidad para ella y que el tiempo la ayudará a canalizar esa energía. Envuelta en una extraña serenidad se desviste el alma para acunar a la pequeña en su pecho con ternura, sabiendo que cada uno de estos instantes de más a su lado son dorados. Entorna sus ojos y, besándola en la frente, la acompaña en su plácido sueño hasta que les alcance la noche.


Autor/a desconocido/a