Siento el zumbido de los cometas, con su surco abren sendas y penden de un hilo. Planean sin orden sobre mí y, a veces, temo que choquen y me inunde su fuerza.
Se precipitan los hechos, la vida, y sin haberlo previsto, de pronto el futuro puede verse truncado. A tan sólo un gesto ajeno, una decisión, un acto, un paso. Sabiendo que si suena el teléfono es probable que algo no vuelva a ser igual nunca más.
Bulles en el compás acelerado del tiempo y, por momentos, desearías echar el freno y arañar siquiera unos segundos, detener el mundo media milésima y respirar aire puro, sin gravedad, en silencio. Porque aún no adivinas si lo que está por venir tiene el color que anhelas.
Suelto la ironía para relativizar la suerte. Incapaz de valorar que cada pequeño cambio, cada pequeño gesto nos desvía o afianza en algún lugar determinado. Y cabe la posibilidad de que esa oportunidad disfrazada tal vez no me pertenezca, que quizá sea mejor continuar como estoy, seguir latente, aunque sea en la incertidumbre. Aunque sea esperando que suceda algo y se acaben las dudas.
Y en la espera, deseo volar con el alma para acercarme a alguien que adoro y susurrarle. Desligarme de situaciones que me obligan a mantener la mente despejada y los reflejos rápidos, que me anclan el espíritu para que no se evapore en su ansiada huida de amor.
Hoy, más que nunca, hago guardia en el trampolín de las mil respuestas, de las mil salidas, de ventanas que se abren, de puertas entreabiertas, de cerrojos que no permiten pasar más. Y desde aquí, algo aturdida por el vértigo y el aullido del viento, me siento valiente, me siento impregnada de mi propia esencia, de olor a chocolate, a menta y canela. Valiente para mantenerme, un poco más, suspendida en un lugar sin dueño. Antes de que los nuevos acontecimientos irrumpan en mi vida y deba aprender a abrazarme a ellos.