Los apodos y una ligera crisis de identidad

"¿Cómo te llamas?"

Con esta pregunta comienza todo. A partir de entonces, no importa la edad que se tenga, si caemos en gracia al contestar o alguien se adelanta por nosotros, todo puede cambiar. La suerte está echada.

Es común que desde pequeños se empleen diminutivos, adjetivos o motes cariñosos para dirigirnos a los niños. Normalmente esto es algo que nos acompaña al crecer y suele limitarse al ámbito familiar. Pero ¿qué ocurre cuándo esa personita comienza a desarrollarse y desplegar su autonomía en su mundo? Debe tomar como referencia un nombre, su nombre, su identidad y no siempre puede resultar fácil, imagino.

A medida que crecemos entendemos cómo funciona el juego, quién soy, cómo me llamo, por qué me llaman de otro modo y sobre todo, si uno se siente cómodo en esa piel. Y entonces se anima a seguir jugando o comienza a barrer hacia su terreno, aunque no siempre consiga regar todos los campos.

No se trata de buscar culpables, no le encuentro el sentido, es algo natural que surge de la relación entre unos y otros. Aunque bien es cierto que hay edades en las que un mote a destiempo puede tocarnos la fibra, herir nuestra sensibilidad. Suerte que con los años, una se sacude de las pulguitas molestas, se acepta, se valora y se reafirma como la persona que es.

Y ahora, me gustaría compartir mi experiencia porque creo que es un ejemplo significativo de lo que deseo transmitir y, a veces, me encuentro sumergida en una simpática crisis de identidad. Sí, cada tanto tengo una, qué le vamos a hacer. Y estas pequeñas crisis vienen siempre a raíz de mi nombre.

Llevo el nombre de mi abuela materna, un nombre con fuerza, de esos que no parecen encajarle bien a una niña pero que en una mujer suenan de otro modo. Imagino que por este motivo, siendo yo aún bebé, cambiando una sólo una letra, lo transformaron en otro mucho más dulce y vital. Y así crecí con ese apodo cariñoso que finalmente se ha convertido en mí, dejando mi nombre verdadero, el que escogieron mis padres, para contadas ocasiones. Los dos nombres son reales, no hay uno más real que otro para mí, puesto que crecí y me identifiqué con ambos, sabiendo situarme en el ámbito que tocara. Nunca me supuso problema mientras crecía, si preguntaban por mi nombre o me presentaba lo hacía según el contexto o la finalidad del diálogo.

Con los años me he ido cansando, lo reconozco. Todo el mundo me conoce por mi “apodo”, en realidad sería casi más adecuado decirle nombre, dado que se extiende a casi todos los ámbitos de mi vida. Prácticamente todo aquel que conozco me llama de este modo y no tanto porque yo se lo diga sino porque hace ya muchos años que me di cuenta que era así, la gente me presenta como tal, me mencionan como tal. Vivo en un lugar más bien pequeño, donde es fácil conocerse y estoy convencida de que aquellos con los que no coincidí en clase no sabrían quién soy si les mentan lo que pone en mi carné. Pero lo más importante, porque me sale de manera natural al presentarme. Sólo me siento cómoda vestida con mi nombre real en casa de mi abuela, cuando me llama así mi padre o cuando se trata de algo oficial. Y  no es que no me guste, es que no acabo de verme más allá.

Con mi llegada a este universo elegí un nick. Un nombre más para acabar de volverme loca sin dispersarme. Y hoy, en plena crisis de identidad, me planto amig@s, podéis llamarme como deseéis. Desde aquí comparto que la mujer que se abre en este espacio al mundo, en la Red y en la vida, se llama Mª Dolores, es Colo o Colores y navega como Cocolina o Coliflorchita pero, ante todo, soy yo: la mujer, la madre, la amante. La compañera, la amiga, la no tan amiga. La que escribe, la que lee, se emociona, ríe o llora. La que se moja o refugia, se enfada, se ofusca, perdona y ama. Única y distinta. Yo, una ciudadana más de este colorido mundo J