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domingo, 3 de marzo de 2013

Rojo sangre


Hoy manché mi ropa de sangre. Noté cómo fluía de mí y no me sorprendió encontrarme calada más allá de la ropa interior. Hoy, una flor roja brotó de mí fuera de casa, rodeada de gente y sin opción de regresar al hogar.

Durante unos instantes me poseyó la incertidumbre, el rubor, maldecí lo sucedido. Cruzaron mi cabeza cien mil maneras absurdas de solucionarlo o, a lo sumo, disimularlo… durante segundos juraría que me faltó el aire de respirarlo tan rápido.

Y en ese revuelo irrumpió en mi mente un pensamiento tranquilizador. El sencillo gesto de pasar de la negación a la aceptación. Me serenó el no avergonzarme de ello. Pensé en lo ridícula que era esta situación simplemente porque así la habíamos ido creando, poco a poco y día a día, en nuestra relación, la de las mujeres, con nuestra propia sexualidad y en cómo exteriorizar e integrar ésta en sociedad.

No es que desee hacer de la menstruación una bandera ni tampoco por el hecho en sí de mostrar o provocar con ello, puesto que vivo mis menstruaciones como una de las etapas más introspectivas de mi ciclo y, por supuesto, esto conlleva un llamamiento a la intimidad, la soledad e incluso la melancolía… pero ya sabemos que nuestro ritmo de vida dista mucho de nuestro ciclo vital y, de este modo, a base de disfrazar la realidad, un gesto natural se transforma en motivo de vergüenza, rechazo, mofa e inseguridad.

Pensé en la cantidad de mujeres a las que le habría ocurrido y ocurrirá. En cómo trataremos una y otra vez de enmascarar su presencia, de atarnos jerséis a la cintura, de envolver nuestras braguitas con papel, de preocuparnos por su olor e incluso preguntarnos unas a otras, a modo de confidencia, si queda algún rastro visible.

No era mi intención pasar el día con mi ropa manchada de sangre. Pero ante el pavor al ridículo opté por no avergonzarme de lo sucedido, segura ante mí misma de abandonar la careta de mujer perfecta e irreal que se nos invita a llevar, y reanudé mi quehacer como si tal cosa. Probablemente este hecho no haya pasado desapercibido para algunas personas y cabe la posibilidad de que alguna etiqueta de esas fáciles de encasillar me haya caído, pero me trae sin cuidado, porque sin pretenderlo pude experimentar hoy algo que en mi nueva mente de mujer tiene cabida desde hace un tiempo y es que: aceptar tu sexualidad, en todas sus variantes, también supone esto, le pese a quién le pese en esta sociedad.

Sí, la sangre mancha cuando se desborda. Es roja, intensa, cálida. A diario nos cruzamos con decenas de mujeres sangrantes sin percatarnos de ello, pero el río rojo está ahí y ninguna mujer debería sentirse avergonzada por su presencia. Hoy, como un susurro, vine a decirme a mí misma, que si no puedo permitirme que fluya libremente, como desearía hacerlo en cada luna, día y noche, al menos, tampoco voy a machacarme cuando accidentalmente traspase las barreras de lo invisible, haciendo nombrable lo innombrable. 




jueves, 9 de agosto de 2012

Mujer cíclica


Dos lunas llevo observando de cerca mis ritmos. Anoto sensaciones, estados, pensamientos, sueños y sentires. Visualizo mi interior y exterior en cada fase, día tras día, tornándome del color de mis carnes: clara, pálida, rosada o roja.

A medida que avanzo en el conocimiento de mi naturaleza cíclica, aumenta la sensación de que esos espacios que dedico a plasmar lo sentido o vivido comienzan a transformarse en un preciado secreto, en pequeños tesoros, en los que vuelvo lo más íntimo de mí: son piedras preciosas, diamantes en bruto.  Especialmente los espacios que dedico a recrear los sueños. Me siento incluso invadida por mí misma, como si estuviera otorgando permiso a una parte de mí para asomarse a la otra sin llamar, sabiendo que a ésta última le incomoda en cierto modo.

No siempre he mantenido esta predisposición a vivenciar mis ritmos. Durante mucho tiempo mostré cierta reticencia a profundizar en ello. Me ocurrió igual con el embarazo, la lactancia, el parto y, muy especialmente, en la crianza, puesto que guarda matices mucho más subjetivos. El empaparme a priori de experiencias, consejos y teorías, me hacía sentir que en cierto modo me condicionaba de antemano sin permitirme, tal vez, vivenciar o transitar los hechos desde mi instinto y capacidad, si es que acaso una logra desinhibirse por completo de la carga social, emocional y educativa que lleva por mochila en la vida.

Por supuesto que no incluyo toda la información en el mismo saco, encuentro importante, necesario, estar bien informadas sobre embarazo, parto y lactancia antes y durante la vivencia. A lo que me refiero es a esas otras maneras de compartir experiencias mucho más sutiles. Disfruto sumergiéndome en esas lecturas una vez he podido experimentar las mías propias y, en cierto modo, me he posicionamos por mí misma. Llegada a este punto, todo es nutrirse, crecer, cuestionarse y gozar. Aunque suponga también reconocer errores.

Al comenzar a leer Luna Roja, de Miranda Gray, sentí que al describir cada fase de nuestros ciclos con tantos detalles y tonos característicos acabaría por condicionar mi comportamiento o predisposición, de modo que lo aparqué y me centré en anotar mis sensaciones físicas y emocionales durante un tiempo, hasta recibir su siguiente llamada. Esta vez sí, he aprendido mucho y considero que invita a un valioso ejercicio en el que cada una puede elegir lo que más se aproxime a su propia manera de pasar por la vida.

Me reconforta el prestar atención a mis ciclos, reconectarme con mi útero y reconocerle el lugar hermoso que ocupa. Me ligo y desligo del hilo conductor para tratar de centrarme en mis propios sentimientos y percepciones dejando a un lado lo que probablemente pudiera vibrar en mí según el momento del ciclo en que me encuentre. Me sumo a las visualizaciones, algunos ejercicios para potenciar la creatividad, para reconectarnos y reafirmarnos sin despistar la individualidad, a veces alzando la barrera y dejando salir, otras analizando cada poro y pensamiento.

No es sencillo, sabernos y reconocernos cíclicas con todas sus letras, con toda su sangre o ausencia de ella… pero es apasionante.



lunes, 9 de abril de 2012

Mi aceptación


Hace unos días, leyendo las palabras indias que Lídia recogía como gotas cristalinas, noté cómo me invadía un calor interior, una llama que abrazaba por dentro y empujaba por salir, al fin, hacia fuera. Me sentí valiente por unos instantes y quizá hasta puse nombre a esos impulsos en alto, para que al pronunciarlos no quedaran en humo de una misma. Porque no siempre resulta fácil desarmarte y hablar de ti con las palmas hacia arriba. Gracias Lídia, gracias amiga.

No sé si nacemos o no con el alma corrompida en cierto modo, hasta qué punto los estímulos recibidos en el vientre materno y durante el parto son determinantes y cuánto más hay de aquí o de allá, desde nuestra infancia, hasta llegar a convertirnos en las personas que somos. No lo sé, pero sospecho que todo influye y ahora, desde una serenidad antes no imaginada, me permito volver la vista atrás para poder nombrar episodios que no acababa de encajar, para dejar de pasar de puntillas ante algunas vivencias o para ser capaz de detenerme ante otras, alzar la mirada y abrazarlas también. Porque cada pequeño paso que he dado en este sentido ha sido fruto de la comunicación conmigo misma, de la aceptación de mí misma, de concederme amor.

Sabía que no me había amado, pero ignoraba cómo esta falta de amor me había llevado a dar tantos pasos sin verdadera voluntad. Sí, no me amaba. Y rechacé una y mil veces mi cuerpo de mujer, aborrecía sus curvas, su belleza, sus secretos anhelados por los hombres. Les detesté incluso a ellos, con sus miradas sin barreras, con o sin antifaz, deseando apoderarse de lo que no era suyo, sorprendida incluso por ese despertar a la sexualidad. Me aferraba a ciertos ideales sin darme cuenta que en esa actitud dejaba latente mi propia carencia de amor.

Cuando pude abrirme me despojé de todos y cada uno de esos pétalos, sin medidas, sucumbiendo a los impulsos del placer y el contacto. Libre. Lo que se dice completamente sin ley. Sin respetar sentimientos propios o ajenos, sin mirar más allá. Cegada por sentir, tocar, oler y lamer. Sin amor, sin brújula. Cansada de los perfiles impuestos, rechazando aquello que como mujer no debes o debes hacer, sentir, decir. Rompiendo con lo esperado. Confundiendo libertad con explosión. Provocadora, danzaba al son del amor y el sexo libre. Sin cadenas, sin dueños, sin mentiras pero también sin verdades. Desnuda en el fondo mientras me esperaba a mí misma para vestirme.

Ahora sé que no me respeté, no me escuché y no me acepté lo suficiente en ningún caso. Lo sé, porque ahora me amo.

Adoro mi cuerpo y honro cada uno de sus órganos y poros, porque ellos me dan la vida, me acompañan fielmente, porque ellos sí me aman incondicionalmente. Porque cada pequeña molécula y cada chispa que provoca una idea soy yo.

Amo mis formas, mis dimensiones, mis límites. Amo el cuerpo femenino con toda su magnitud. Nuestro útero, los pechos, lo intuitivo, lo que fluye, nuestros ciclos, nuestras lunas, la sangre. Esta faceta que nos conecta con lo esencial y que se empeñan en hacernos esconder y avergonzarnos de ello ya desde pequeñas. Nos acusan de ser o estar sensibles, insoportables, difíciles. Nos hacen sentir no aptas, enfermas, taradas. La misma expresión de “estar mala” para hablar de menstruar lo dice todo. Nos insinúan que debemos ocultar nuestros olores corporales, como un posible motivo de rechazo en los que nos rodean. Nos desnaturalizan y nos dejamos conducir asumiendo que es algo con lo que debemos cargar. Tratan de ayudarte a que te sientas bien siendo mujer mientras niegas el hecho el serlo. Siendo consciente de los mensajes emitidos por nuestra sociedad dentro y fuera de casa, no me sorprende que una joven se apropie y comparta la idea de que eso que brota de su interior y corre entre sus piernas es algo indeseado, algo que debe camuflarse, disimularse, ni siquiera mencionarse. Un secreto de mujeres del que, generalmente, las propias mujeres reniegan. 

Cuando aprendí a amar mi propia naturaleza, con sus altibajos y magia de vida, se tornaron lúcidos muchos caminos y me sentí enormemente ligera. Despojada de un lastre de prejuicios e ideas asumidas que no deseo portar.

Ahora acepto mis limitaciones, mi carácter esquivo, mi necesidad de soledad. La manera en que abrazo la tristeza y en cierto modo me reconforto en ella.  Los recursos que me faltan, los deseos que escapan, los castillos en el cielo y sobre el mar. La amistad que amo profundamente y olvido regar, el perdón de los que me rodean y mi falta de tacto. Mi mal pronto y mi inseguridad. No soy perfecta ni completa, tan sólo real.

La maternidad me ha hecho reencontrarme con la niña que fui, la mujer que fui y la que ahora soy, reencontrarme de verdad. Rellenar sus huecos, sanarme en algunos aspectos. Liberarme de mi propia presión, con honestidad, con risas y lágrimas. El puerperio en su primera fase fue un trampolín para ello y, aunque continúo transitando el camino, me acepto y me miro a mí misma, a veces muy de cerca, tratando de no juzgarme. Siento que he retomado mi propia esencia y que me atrevo a salir del cascarón aunque en determinados momentos sea tímidamente. Como si la delicada flor que nos envuelve a todos y cada uno de nosotros se abriera poco a poco, a nuestra voluntad, porque tenemos algo hermoso que aportar, no sólo a aquellos que nos acompañan o aman, sino a nosotras mismas y al mundo entero por extensión.

Creo en el respeto, creo en el amor, en la energía que nos conecta como seres vivos y nos reconduce a lo más básico y esencial. Confío en mí, en mi mente y en mi cuerpo de mujer. Y tras mucho tiempo buscando o esperando algo sin saber el qué, me siento acompañada en la quietud de la semilla primera de mí misma.

Me acepto y me abrazo. Hacia el pasado y en lo que está por llegar.