Hoy manché mi ropa de sangre. Noté cómo fluía de mí y no me
sorprendió encontrarme calada más allá de la ropa interior. Hoy, una flor roja
brotó de mí fuera de casa, rodeada de gente y sin opción de regresar al hogar.
Durante unos instantes me poseyó la incertidumbre, el rubor,
maldecí lo sucedido. Cruzaron mi cabeza cien mil maneras absurdas de
solucionarlo o, a lo sumo, disimularlo… durante segundos juraría que me faltó
el aire de respirarlo tan rápido.
Y en ese revuelo irrumpió en mi mente un pensamiento
tranquilizador. El sencillo gesto de pasar de la negación a la aceptación. Me
serenó el no avergonzarme de ello. Pensé en lo ridícula que era esta situación
simplemente porque así la habíamos ido creando, poco a poco y día a día, en
nuestra relación, la de las mujeres, con nuestra propia sexualidad y en cómo
exteriorizar e integrar ésta en sociedad.
No es que desee hacer de la menstruación una bandera ni
tampoco por el hecho en sí de mostrar o provocar con ello, puesto que vivo mis
menstruaciones como una de las etapas más introspectivas de mi ciclo y, por
supuesto, esto conlleva un llamamiento a la intimidad, la soledad e incluso la melancolía…
pero ya sabemos que nuestro ritmo de vida dista mucho de nuestro ciclo vital y,
de este modo, a base de disfrazar la realidad, un gesto natural se transforma
en motivo de vergüenza, rechazo, mofa e inseguridad.
Pensé en la cantidad de mujeres a las que le habría ocurrido
y ocurrirá. En cómo trataremos una y otra vez de enmascarar su presencia, de
atarnos jerséis a la cintura, de envolver nuestras braguitas con papel, de
preocuparnos por su olor e incluso preguntarnos unas a otras, a modo de
confidencia, si queda algún rastro visible.
No era mi intención pasar el día con mi ropa manchada de sangre.
Pero ante el pavor al ridículo opté por no avergonzarme de lo sucedido, segura
ante mí misma de abandonar la careta de mujer perfecta e irreal que se nos
invita a llevar, y reanudé mi quehacer como si tal cosa. Probablemente este
hecho no haya pasado desapercibido para algunas personas y cabe la posibilidad
de que alguna etiqueta de esas fáciles de encasillar me haya caído, pero me
trae sin cuidado, porque sin pretenderlo pude experimentar hoy algo que en mi
nueva mente de mujer tiene cabida desde hace un tiempo y es que: aceptar tu
sexualidad, en todas sus variantes, también supone esto, le pese a quién le
pese en esta sociedad.
Sí, la sangre mancha cuando se desborda. Es roja, intensa,
cálida. A diario nos cruzamos con decenas de mujeres sangrantes sin percatarnos
de ello, pero el río rojo está ahí y ninguna mujer debería sentirse avergonzada
por su presencia. Hoy, como un susurro, vine a decirme a mí misma, que si no
puedo permitirme que fluya libremente, como desearía hacerlo en cada luna, día
y noche, al menos, tampoco voy a machacarme cuando accidentalmente traspase las
barreras de lo invisible, haciendo nombrable lo innombrable.