La dulce Cereza aguarda cada mañana para iluminar su
sonrisa. No duda en asirse a mi brazo, en escalar mi cuerpo, en refugiarse en
mi pecho, desnudo o cubierto, para regalarme diminutas caricias de amor. Ha
crecido. Sí, mi cielo, cuánto has crecido!
La dulce Cereza nada en mis horas, en mis días, en cada
instante de vida que se nos regala. Impregnó mi retina y nada recupera ya su
forma original, su color neutro, su ritmo acelerado. Llegó para vestirme de una
extraña calma y sazonar nuestra vida de alegría.
Brilla en cada nuevo paso, en cada nueva fase, en cada etapa
fugaz. Vivió dentro de mí su crecimiento más intenso y pasó ante mi vista,
danzando cual mariposa, de bebé a casi niña. Abandonando su cuerpo tierno por
el de una ágil criatura, delicada, esbelta, rebosante de curiosidad y vida.
Criatura que me guía y me acompaña. En el día con sus risas, sus palabras, sus
manos y pies. En la noche con su presencia cálida, su refugio para mi alma, su
cuerpo unido al mío, meciendo la luna en la leche tibia de mis pechos.
Ay, cómo pasa el tiempo… y algunos instantes nos habrán
abandonado para siempre, mi memoria es limitada y la tuya es muy tierna aún.
Pero lo esencial, lo que riega nuestras emociones, permanecerá. Lo sé.
Por eso hoy, Cereza mía, dos años después de nuestro
encuentro, no puedo evitar mirar atrás… Nos reconozco aún inmersas en los
primeros instantes, frotando nuestros cuerpos, contando tus dedos, lamiendo tu
piel. Tu pequeña mirada negra, tu voz, esa comunicación mágica que nos sabía
siendo un solo ser aún y la complicidad del amor más sincero, mucho más allá de
la necesidad evidente. El nacimiento de una niña, el nacimiento de una madre. Y
de un padre, una familia. Niña que entrega luz, camino, instinto y ternura.
Madre sostenedora, que entrega resguardo, calor, alimento y amor sin límites. Y
un padre, recién nacido también, que sucumbe a sus impulsos más tiernos, protege, acomoda el entorno, acompaña absorto en la
belleza cobijándonos.
Sonrío maravillada al comprobar que estos primeros brotes ya
nunca te abandonan, a pesar de los cambios y del ritmo de vida que nos azota
para seguir, o no, la corriente. Porque reconozco tu luz en tus gestos, tus
expresiones, tus ideas. Reconozco el camino que trazas para mí y, admirada, lo
sigo. Reconozco tus instintos porque afloran el mío propio y reconozco tu
ternura infinita, porque no hay nada más hermoso que tú, así como eres.
Gracias por llegar a mi vida y renovarla por completo, por
acercarme a mí misma, por descubrirme el otro lado de muchas cosas y disfrutar
con ponerlo patas arriba. Hoy,
emocionada por el día que quedó atrás, me siento dichosa de poder sentirte a mi
lado, sobre mí, pequeña mía, aunque me ganes terreno. Ahora que duermes
plácidamente en mi regazo me parece estar viendo aquel retoño de hace 2 años, y
quisiera aprovechar para susurrarte una vez más, muy despacito al oído, que te
quiero, para que te acompañe en tu descanso.
Deseo guardar en mi memoria tu
rostro hermoso, los rizos de tu pelo, tus labios de fresa y tus largas y negras
pestañas. Pareces observarme desde tus sueños, como si supieras de estas
palabras que te escribo y tratases de decirme con tu expresión inocente,
en completa paz: “Sasias, mamá”.
Gracias a ti, tesoro. No puedo quitarme hoy la sonrisa.
![]() |
Ilustración de Klimt |